Hay encuentros que comienzan mucho antes de que las palabras se graben. El mío con Andrés Roca Rey empezó hace diez años, cuando lo conocí siendo un joven que llegaba a México con el alma llena de deseo y de un valor que se sentía incluso antes de verlo tomar la muleta. Tenía 18 o 19 años, y lo llevamos a la Hacienda Zotoluca, en Apan, Hidalgo, para hacerle unas fotografías, Lo vi tentar por primera vez: la forma en que se plantaba, la quietud de su mirada, la verdad que brotaba en cada movimiento. Todos los que presenciamos aquel instante entendimos que algo grande estaba por nacer. Había una fuerza interior que no se aprende; simplemente se revela.

Una década después, vuelvo a cruzarme con él. Ahora es una figura del toreo, pero conserva intacta esa intensidad silenciosa que lo distinguía desde el principio. La conversación empieza inevitablemente por el recuerdo de cuando pisó México la primera vez . “Vine a Juriquilla. Tenía 11 o 12 años. Toreé un becerro antes de una novillada…”, nos dice. La memoria se le ilumina. “México fue mi primer contacto con un país que me abrió las puertas cuando no me conocía nadie”.
Esa frase define una relación emocional profunda con nuestro país.
Luego vino Aguascalientes, las escuelas taurinas, el descubrimiento de un país que lo adoptó antes de que lo hiciera el resto del mundo. Y más tarde, ya como matador, una etapa marcó su carrera para siempre. “Cuando tomé la alternativa en Francia, vine enseguida para acá. Torée 25 corridas en tres meses. Me sirvió muchísimo”, recuerda. “Me empecé a codear con grandes figuras como Joselito Adame, El Payo, Talavante y El Bette. Siempre le voy a estar muy agradecido a México”.
En cada frase aparece un hilo que regresa al mismo sitio: la gratitud. El reconocimiento de que este país no solo lo vio crecer, sino que lo empujó hacia adelante.
También está la afición mexicana, que para él tiene una identidad propia. “Tienen el olé más profundo y roto que he escuchado en mi vida”. Habla de ese sonido como quien habla de una emoción. “Es fuerte, intenso, apasionado. Te enchina la piel. Te motiva a torear más despacio para escucharlo más tiempo”.Hay algo sagrado en su manera de pronunciar la palabra “olé”.

Entre tantos recuerdos, hay uno que recuerda a la perfección: “La tarde más importante que he vivido en México fue la última en la Plaza México”. Lo dice con una serenidad que contrasta con lo extraordinario de ese día. “Nunca soñé cortar cuatro orejas y un rabo. Había soñado con cortar un rabo alguna vez, pero no eso. Fue inesperado. Se juntaron los astros”. Y en esa misma tarde también estaba, silenciosamente, una herida previa: “El año anterior se me fue un toro vivo. Tenía esa espina. Era una revancha conmigo mismo”. El triunfo como reparación, como destino que se cierra.
El tema de la inspiración aparece con naturalidad. “Me inspira la intensidad de la vida. Enamorarme… no solo de una mujer, sino de un instante”. Hay una sensibilidad que empuja su arte desde dentro. “Me inspiran mis amigos, la gente que quiero. Ellos son el motor para ponerme delante de un toro y crear algo verdadero”.
Fuera del ruedo, México también ocupa un lugar privilegiado: “Lo que más disfruto es la comida, la cultura, la gente… y unos buenos tacos con una buena cerveza”, dice entre risas. Una simpleza que contrasta con la complejidad de su profesión.
La mirada hacia el futuro taurino en América Latina es optimista. “Es positivo. El toreo se ha mantenido por su verdad. Todo es cíclico. A veces la gente le da la espalda a la verdad, pero vuelve. Como ahora en España: hay muchísima juventud”.
Pertenece a una generación que convivió con leyendas y hoy comparte carteles con los nuevos. “Toreaba con mis ídolos: El Juli, Enrique Ponce… Imagínate. Tenía que demostrar muchísimo para volver a estar ahí”. Pero hoy su mirada está en otro lugar. “El triunfo ya no es mi única meta. Esa etapa pasó. El triunfo debe ser una consecuencia. Lo verdaderamente importante es lo que siento y lo que transmito”.
Una filosofía que solo aparece después de haber conocido la gloria y la exigencia del ruedo.

Al hablar de metas, su voz se aquieta. “No busco la faena perfecta porque no existe. Mi meta es vivir en el presente”. Quizá ahí está hoy su mayor evolución: comprender que la grandeza no se construye solo con resultados, sino con la verdad del instante. “Muchas veces pensamos demasiado en el resultado y dejamos de vivir el momento”.
Tampoco existen días ordinarios para él. “No hay días normales. Es un diálogo entre la persona y el torero”. En ese diálogo caben la disciplina, el miedo, la entrega y también los momentos de disfrute absoluto. “Cuando puedo, me divierto como el que más”, dice, reivindicando también la juventud que a veces se oculta detrás del héroe.
Así llega a esta nueva temporada en México: “La afronto con ilusión, con más experiencia y, a la vez, con más miedo. Pero con mucha claridad”. Y vuelve a repetir algo que sostiene desde el inicio: “Estoy feliz y agradecido con el público mexicano”.
El Andrés de hace diez años, conserva esa misma verdad, ese mismo valor y ese mismo coraje que hoy, ha pulido con el tiempo. México lo vio nacer como torero. Ahora vuelve siendo figura, artista y hombre.
Y Andrés Roca Rey vuelve justo a donde empezó.

🙌🙌🙌🙌🙌🙌