Pocos lugares en Estados Unidos evocan tanta nostalgia, sofisticación y deseo de pertenencia como “The Hamptons”. Ese conjunto de pueblos en el extremo oriental de Long Island ha sido, durante más de un siglo, el escenario perfecto del verano de la alta sociedad, un espacio donde se entrelazan historia, arquitectura y glamour con la promesa de un estilo de vida que parece suspendido en el tiempo.

LOS ORÍGENES DE UN REFUGIO COSTERO
La historia comienza en el siglo XVII, cuando puritanos procedentes de Massachusetts fundaron Southampton y East Hampton. Durante generaciones, estas comunidades vivieron de la agricultura, la pesca y la caza de ballenas, especialmente en Sag Harbor, que hacia 1840 se convirtió en uno de los puertos balleneros más activos de la nación.
Todo cambió con la llegada del ferrocarril de Long Island en 1870. La conexión con Manhattan transformó estos pueblos rurales en un paraíso accesible para las élites neoyorquinas, que buscaban escapar del calor sofocante de la ciudad. El mar, las dunas y la brisa se convirtieron en los nuevos símbolos de estatus.

LOS PRIMEROS MILLONARIOS Y SUS PALACIOS DE VERANO
Entre los primeros en reconocer el potencial de la región estuvo Arthur W. Benson, un empresario inmobiliario que adquirió miles de acres en Montauk y encargó a arquitectos de renombre como Stanford White, del célebre despacho McKim, Mead & White, la construcción de mansiones monumentales.
Las familias que siguieron —los Vanderbilt, los Morgan, los Astor— levantaron auténticos palacios disfrazados bajo el nombre de “cottages”. Aquellas residencias, con fachadas de madera gris al estilo “shingle style”, grandes ventanales y galerías abiertas, fueron concebidas para impresionar tanto como para habitar. Su arquitectura, mezcla de rusticidad elegante y grandiosidad, creó la estética característica de The Hamptons.
No se trataba solo de casas: eran símbolos de poder. Allí se recibían invitados europeos, se organizaban cenas de gala y se planeaban negocios que definían el rumbo de Wall Street. El verano se transformó en un ritual exclusivo, reservado para quienes podían costear no solo la propiedad, sino también el estilo de vida que esta exigía.

EAST HAMPTON, SOUTHAMPTON Y EL MAPA DE LA EXCLUSIVIDAD
The Hamptons no son un solo lugar, sino una constelación de pueblos, cada uno con una personalidad única.
Southampton Village, fundado en 1640, es el más antiguo y tradicional. Aquí las mansiones centenarias y clubes privados dictan el compás de la temporada, mientras Cooper’s Beach es considerada una de las mejores playas del país.
East Hampton se convirtió en refugio de artistas durante el siglo XX. Jackson Pollock y Lee Krasner eligieron esta comunidad por su luz y calma, y aún hoy el Guild Hall y el Parrish Art Museum celebran su legado cultural.
Bridgehampton y Water Mill** combinan la vida rural con el refinamiento ecuestre, siendo sede del Hampton Classic Horse Show, donde la élite se reúne para ver y ser vista.
Montauk, la más lejana, mezcla un aire bohemio con el lujo discreto de quienes prefieren la serenidad, coronada por su histórico faro erigido en 1796 bajo la orden de George Washington.

EL ESCENARIO DE LA CULTURA POPULAR
The Hamptons pronto trascendieron su geografía para convertirse en mito cultural. F. Scott Fitzgerald se inspiró en estas costas para retratar la opulencia y fragilidad del sueño americano en “The Great Gatsby”. Décadas más tarde, el cine consolidó esta imagen: desde “Something’s Gotta Give”, con interiores luminosos y playeros, hasta “Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, que transformó las dunas en metáfora de la memoria.
Incluso la televisión inmortalizó el verano Hamptons: “Sex and the City” mostró cómo Carrie y sus amigas huían del calor urbano hacia fiestas privadas y casas junto al mar. Y aunque “The Godfather” se filmó en Rhode Island, su estética palaciega y nostálgica comparte la misma atmósfera aristocrática que define estas costas.

EL ESTILO DE VIDA: GLAMOUR Y NOSTALGIA
Pasar el verano en The Hamptons es entrar en una coreografía social cuidadosamente ensayada. Las mañanas comienzan con bicicletas recorriendo calles flanqueadas por hortensias y casas impecables. Los desayunos se sirven en panaderías icónicas como Carissa’s Bakery, mientras al mediodía los clubes de playa despliegan sombrillas a rayas y el rosé fluye en copas heladas.
La moda juega un papel fundamental. Vestidos de lino blanco, sombreros de paja, mocasines impecables y joyería discreta son el uniforme de quienes saben que en The Hamptons se viste para ser observado sin parecer que se busca atención.
Las tardes se dividen entre partidos de polo en Bridgehampton, visitas a galerías en East Hampton y compras en boutiques de culto como Ralph Lauren East Hampton, que se ha convertido en parada obligada. Al caer la noche, las mansiones privadas se iluminan para cenas íntimas donde el menú suele incluir langosta fresca y conversaciones que mezclan política, arte y negocios.

EL DESTINO QUE DEFINE EL VERANO AMERICANO
Hoy, The Hamptons continúan siendo la brújula social del verano estadounidense. El Hamptons International Film Festival atrae a cineastas y celebridades; el Hampton Classic Horse Show reafirma la tradición ecuestre; y restaurantes como Duryea’s Lobster Deck o Tutto il Giorno marcan tendencia en gastronomía.
Más allá de los eventos, el verdadero encanto reside en esa mezcla de glamour y nostalgia: un lugar donde el mar, las mansiones y las tradiciones familiares construyen la promesa de un verano eterno.
The Hamptons no son solo un destino: son una institución, un mito que cada temporada renueva su brillo y confirma que aquí, más que en cualquier otro rincón de Estados Unidos, el verano se convierte en leyenda.
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